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Volverte a ver

  • Foto del escritor: Camilo Muñoz Cortes
    Camilo Muñoz Cortes
  • 16 ene 2023
  • 3 Min. de lectura

Cuando la gente habla de la gran nación de Magallán, muchas veces se les viene a la mente las calles amuralladas de su capital, el barrio de las rosas dónde siempre se siente el aroma de las orquídeas y el del mar siempre presente por el tapete de plumas blancas de todas las gaviotas que llegan con el rocío del amanecer. A otros se les viene a la mente su selva infinita y con ella los mil y un mitos sobre hombres de barro, quimeras estelares y dragones de agua dulce. A los más sabios o los más polémicos se les ilumina la bombilla de más de cincuenta años de crisis políticas para debatir quien fue peor entre el dictador que mandaba a los artistas de la nación a morir de estupidez a una isla repleta de corderos, el presidente derrocado que casi quiebra a la nación o el que le siguió en medio de un golpe para eternizarse en el poder y llenar la republica de engaños y vergüenzas. Y sin duda esta historia sería mejor si ocurriera en alguno de todos esos lugares y mejor aún si se pasase en alguno de esos momentos claves y caóticos que solo una nación como la de Magallán puede tener tristemente en exceso. Pero no, esta pequeña historia, o para ser más específico, esta imagen, este momento ocurre en un pequeño pueblo fronterizo entre las montañas y el desierto.


Es allá en Rio Seco, dónde nuestro protagonista se encuentra acostado mirando las estrellas. Y es que nuestro protagonista, a pesar de ser un burócrata, ama ver las estrellas. Las mira desde su casa cuando se reflejan en el mar capitalino, y las mira en la selva cuando lo mandan a investigar la aparición de algún nuevo pájaro, o algún nuevo anfibio que en vez de tener manchas verdes triangulares tenga manchas triangulares verdosas. Y sí de todos los pueblos y ciudades acabó mirando las estrellas lejanas que se pierden entre las montañas de la Nación del Rio Verde, fue porque el ministerio de la fauna, de la flora y de la memoria histórica, para el cual trabaja desde hace tres años, once meses y 43 días, lo mandó a Rio Seco, a averiguar si alguna vez ese rio imaginario que marca la frontera entre una nación moderna y otra en perpetuo estado de crisis hubo algo más que barro invernal y polvo veraniego.


Y él ya va varios días en ello, preguntando a los más viejos lo que contaban sus abuelos, hurgando entre las bibliotecas y los archivos de papiro de la alcaldía en busca de alguna pista que valga la pena. Pero en esta noche, que es la que nos importa, el anda en esa huella divina dónde claramente debería haber un rio, pero no lo hay. Y no anda recolectando barro polvoso para los químicos y alquimistas de la nación, ni excavando en busca de espinas de alguna sirena milenaria como describen los recitos de los trovadores cada tarde en la plaza principal para entretener a los más chicos. El anda recostado bajo la luna y las estrellas. Y no piensa si alguna vez ese rio invisible anduvo ahí con la corriente de mil huracanes, única explicación que ven algunos para que aún quede rastro de un rio del cual nunca nadie ha visto, pero que siempre fue frontera. Tampoco se interroga si esas aguas eran verde como la selva lejana y en sus colores extintos se encuentra la solución de porque la nación vecina se llama como se llama. Ni le interesa, al menos no en ese momento saber si en verdad eran aguas color miel, con infinidad de poderes curativos capaces de guiar hasta las almas más perdidas y si es por esa desaparición misteriosa que su patria lleva tanto tiempo hundida y confusa. Le resbala monumentalmente de como algo tan celestial pudo desaparecer sin razón alguna. A él en ese instante, solo le interesan esas estrellas que forman su proprio rio lácteo sobre él. Y mirándolas con alegría y emoción, con deseo de aventura, solo se repite una y otra vez la misma frase. Esa que lleva repitiéndose hace cuatro años, quince meses y 62 días. Volverte a ver.

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