Los Vientos de Siracusa
- Camilo Muñoz Cortes
- 16 abr 2017
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 16 ene 2023

Los vientos de Siracusa chocaban contra mi cara, el sol hacia picar el mar, pero mi mente estaba en esa no tan lejana noche, donde solo el intermitente titubeo del faro de Stromboli, le hacía compañía a las miles de estrellas que rodeaban mi ferry. El caos había comenzado hacía ya un par de semanas, cuando recostado sobre el césped de la Villa Doria veía como la luz jugaba con las ramas de los árboles sin preocupación alguna, cuando de repente un dossier cayó a mi lado, lo reconocí de inmediato era un viejo caso sin resolver.
Siempre me he considerado un buen detective, he resuelto innombrables casos, cada uno más diferente que el anterior, probando así una y otra vez mis habilidades deductivas. En mis tantos años de ser un verdadero detective solo hubo una vez en que no pude cumplir mi deber de resolver el misterio asignado, la vez que no pude determinar simplemente si una persona era culpable o inocente. Durante años he sentido el peso del fracaso respirando sobre mis hombros, la duda constante si un culpable anda suelto, repasando los hechos una y otra vez, a veces la deliberación de mi mente da culpable y todo se derrumba, otras inocente y la felicidad viene a mí. Hace ya unos meses en Estocolmo en medio de una crisis existencial termine pensando en un caso de hace casi una década al cual ayude a resolver, las piezas no cuadraban, comencé a repasar los hechos con cuidado, fue así que termine con mi persona de interés apuntándose de la nada como líder de dicha operación. ¿Habría cometido un error, habría simplemente atrapado a un peón, mientras una mente maquiavélica había salido impune? ¿Sería esta la pieza que faltaba para poder dictar un veredicto y ponerle fin a años de dudas?
De alguna manera las noticias de mi nueva avanzada llegaron a Roma; sin embargo, mis apuntes suecos donde explicaba que mis nuevas pistas aunque sólidas no habían podido ser probadas, a pesar de una serie de entrevistas que hice al supuesto peón, esas parecieron perderse en el camino. La nueva Roma no aguanta impunidad alguna, más cuando su nombre aparece en los archivos. Se me mando a Sicilia una semana con la instrucción clara de resolver el caso de una vez por todas. Este siendo un caso complejo requiere de soluciones complejas. Una deliberación en 3 días, en 3 ciudades distintas debiendo de terminar conmigo pronunciando una sola palabra, culpable o inocente en la gran cueva que los antiguos griegos consideraban la oreja de Dionisio. Una vez la palabra dicha Dionisio mismo desde el olimpo se encargará de hacer justicia.
Se me envió en tren, por más de ocho horas crucé la Campania y la Calabria, viendo esos pequeños pueblos donde el sol pega más duro. Milazzo por su ubicación central fue la guarida escogida para dicha operación. Recuerdo el día que todo empezó, unos meses antes del fiasco maya. Una frase, dudo que hayan sido más de cinco palabras, para cualquier persona hubiera sido una pregunta más, pero yo no soy cualquier persona. Esas palabras sirvieron de martillo, ante el vidrio de mi mente, los pedazos caían, abriendo a su paso caminos nunca antes vistos, cambiando recuerdos, revelando motivos distintos. En un segundo todo cambio. Con esas mismas palabras comencé mi discurso en Palermo la bella, Reggio la dura, y Siracusa la justa. En una reggio de Calabria vacía, frente al mar Atenea misma escuchaba mi relato. Un relato complejo, con acciones buenas, acciones malas y detalles que a simple vista parecerían insignificantes. Ante los ojos de Atenea, los malos no tenían perdón, los detalles insignificantes vistos baja la óptica de culpabilidad eran pruebas contundentes, y los buenos esos eran los peores, si alguien hace algo bueno con malas intenciones, ¿no es ese el peor de los crímenes?
Increíble como el pedazo insignificante de mar que separa la Calabria de Sicilia hace que todo cambie. Un día antes en Palermo, después de recorrer las bellas calles que fueran sede del reino de las dos sicilias, pero antes de recorrer las calles angostas de la playera cefalù, contaba mi historia en la plaza de la vergüenza. Llamada así por las estatuas desnudas, bailando alrededor de una fuente. Ellas alegres y optimistas, exaltaban las buenas acciones, los detalles pequeños eran vistos con una óptica de inocencia, y al ser vistos de esa manera, se convertían símbolos de bondad. Y las malas, para las estatuas sicilianas esas eran las más importantes, una acción dudosa, hecha como último recurso por una causa justa, acaso no es esa la prueba de exoneración máxima, ¿un grito de desespero para ser oído?
Si no fuera por tantas áreas grises, habría resuelto este caso hace mucho. Es inaudito como las mismas acciones vistas desde dos puntos opuestos, pueden ser el fuego que ilumina una ciudad sumergida en las tinieblas, o el que la quema por completo. El día antes de comenzar tantas vueltas, de coger trenes hacia un lado y hacia el otro, me encontraba caminando por las arenas negras de un Stromboli verdoso, pensando en esas áreas grises, en lo que diría Atenea, lo que replicarían los sinvergüenzas, pensando en el último discurso que tendría que dar en el auditorio griego de Siracusa, decir las consecuencias de decir culpable o inocente. Ese es el problema más grande, tener que vivir con la decisión de haber dejado quemar una civilización pensando que la iluminaba, o dejar a una bajo la oscuridad eterna pensando que la salvaba del fuego.
Terminé mi discurso frente a los discípulos del más grande de los nacidos en Siracusa, del que fuera maestro del más grande de los Alejandro, Arquímedes. Recorrí los metros que me separaban de la oreja de Dionisio y antes de susurrar mi respuesta, cerré los ojos y volví a pensar en ese momento mágico en un ferry entre el Stromboli y las estrellas. Si la gente viera las estrellas todas las noches, vivirían de manera diferente. Como no conmoverse bajo un mar de estrellas, recordándonos lo pequeños que somos, la insignificancia de nuestros problemas, las estrellas inspiraron nuestra especie, gracias a ellas somos lo que somos, verlas queriendo saber que esconden, verlas queriendo saber si ellas también nos ven, verlas esperando que nos guíen. Una noche estrellada basta para cualquier cosa. Abrí los ojos, y susurré mi respuesta, para que fuera llevada a todo el mundo por los vientos de Siracusa.
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