33 ½
- Camilo Muñoz Cortes
- 19 mar 2017
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 16 ene 2023

Lo que más me gustaba de vivir en Bogotá, era cuando el sol me despertaba tipo 9, los domingos justo a tiempo para ver el partido de la premier o la Serie A, ver futbol mientras se me pasaba el sueño y ganar hambre para disfrutar unos buenos huevos pericos con jamón y arepa. Cuando pienso en Nueva York lo que más extraño es cuando salía del colegio tipo 4:30, caminaba un poco y al cruzar la primera, volteaba mi cabeza hacia la izquierda y veía como el sol se ponía perfectamente en la calle, volteaba después a la derecha y solo se veía el cielo infinito al final de la calle, me sentía en una isla colgando en el aire. Me hace falta de vez en cuando esos días parisinos que cogía el RER C para llegar a mi casa, entre Les invalides y Iena entre las rejas del túnel se veía hondear la bandera francesa sobre el Grand Palais, de alguna manera ese detalle banal me traía paz. En Estocolmo disfrutaba cuando recostado en mi sofá viendo alguna película en el compu o alguna serie en la tele, de la nada en el cielo azul oscuro que deja un atardecer colorido veía de mi ventana pasar alguna bandada de pájaros.
Mucha gente pensaría que el tiempo sobra cuando se decide de tomar una pausa. Pero tal cosa no podría ser menos cierta, al final me las arreglo para hacer una gran parte de lo que me gustaría hacer. Al parecer lo único que es constante donde quiera que este son los recuerdos constantes que vienen a mí. Flashbacks que se desatan de un momento al otro, por algún olor, algún sonido, o quien sabe por qué mecanismo subconsciente.
Hace poco leí una frase de una amiga mitad rusa mitad americana donde comentaba que "Los americanos sonríen mirando hacia adelante, mientras que los rusos sonríen mirando atrás". He pensado mucho sobre esa frase, nuestra mentalidad occidental nos lleva a siempre querer más, a igualar nuestras emociones pasadas. En el momento dado que somos imposibles de equipararlas miramos hacia atrás y sentimos nostalgia de lo que solíamos ser, miramos adelante porque el futuro nos da esperanza de que algo bueno viene. Los rusos por otra parte miran adelante y supongo suspiran pensando de todo lo que les falta, todo lo que se viene, por eso miran atrás y al ver todo lo que hicieron sonríen al ver la película que han vivido. Al ver que fueron felices les da esperanza.
De pronto he pensado en eso más de lo necesario. Cuando pienso en el pasado, en los viajes que he hecho por lo general me pongo feliz, de recordar la casi absurda cantidad de cosas que he hecho, por otro lado, cuando vuelvo a un lugar importante de lo ya caminado, me es imposible no sentir un poco de nostalgia. De todos los viajes que he hecho creo el que mejor se prestaría para ser una (buena) película, sería el de la última vez que tuve la suerte de estar en Roma. Es así que una leve preocupación se levantó en mi interior al saber que volvería. No he podido descifrar si esa época ya lejana fue un periodo más simple pero que paradójicamente se sentía más complejo, o uno más complejo que en su complejidad traía simplicidad.
Para ser un hombre de ciencias hay cosas contradictorias en mí, después de todo somos todos un mar de contradicciones. La Kinder pequeña me sabe mejor que la Kinder maxi, trató de evitar todas las supersticiones, como no recibir sal de alguien directamente en la mano. Hace unos meses cuando planeaba mi fuga italiana, escribí en un pequeño documento Word "Vuelo Paris-Roma", del fondo de mi ser sonó una señal de alerta. La última vez en Roma, después de una jornada particular había acabado en la fontana de Trevi, queriendo lanzar la moneda con un estilo raro, esta acabo dando vueltas en el aire, tal como yo esperaba, solo que al caer rebotó en el borde del mármol y no entró al agua. La lancé una segunda vez de manera normal y esta vez entró perfecto. Quien sabe a lo mejor mi subconsciente intervino en esa primera lanzada, de pronto el viento sopló mal, pero en mí ha estado por siete años que no volvería a Roma. Borré mi Word y comencé de nuevo, invirtiendo el orden original que había planeado y por si las moscas decidí que llegaría en tren.
Es más, hice todo para llegar a Roma en las idas de marzo, de tal manera que, si algo salía mal, al menos seria poético, Alea jacta est. No sé si ya lo he dicho aquí, pero el viento siempre sopla a favor de a los que no les importa hacia donde sople el viento. Llegué a la ciudad eterna, y me instalé en el apartamento increíble que conseguí como siempre, al último minuto, de un golpe de suerte y simplemente perfecto, en plena Roma a 10 minutos de la fontana de Trevi, a 5 de la Piazza Navona y a unos 15 del coliseo. Colina arriba, colina abajo, de Piazza en Piazza me he dado la vuelta de aquella Roma que me daba miedo. Voy por la calle y veo grupos de estudiantes comiendo helado y alguna imagen viene a mi lente y me pongo a reír solo en la calle. Veo filas en museos, palomas entre motos y paredes, gente escribiendo en agendas, y me rio. Riego un poco de agua o cruzo un grupo de monjas malhumoradas y debo morderme el labio para no carcajear. Paso por iglesias y monumentos y me acerco con la esperanza de que se desencadene algún recuerdo de cualquier tipo.
Roma me gusta cada día más, tiene esa absurdidad, esa oposición, ese caos relajante que siempre me ha gustado. Pero no sé, si algo he aprendido de ver tantas películas de Fellini, Almodóvar y Allen en estas semanas, es que uno nunca sabe si en unos años cuando mire atrás, y me vea leyendo "L'etranger" entre una fuente de la villa Borghese y el sol que cae, si sonreiré o suspiraré.
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